Jóvenes estudian para ser profesionales, aunque su condición física o mental sea un obstáculo.
Matías Verdugo no reclama preferencia, sino igualdad. Foto: Francisco Flores.
Son trece escalones. Los conoce a la perfección. Los tiene que contar, uno por uno, cada vez que entra o sale de la Facultad de Psicología, donde cursa el último año de carrera. Con la ayuda de su bastón subey sortea los mil y un obstáculos que pueda haber en el pasillo, el baño o el salón de clases. El viernes anterior, ni bien contó el escalón trece, se pegó con un cartel. Era una pizarra apoyada contra la pared que invitaba a los estudiantes a la Marcha de la Diversidad. Y Mauro Sghezzi (25), quien hace diez años dejó de ver, no pudo evitarla.
Un problema de nacimiento hizo que lentamente fuera perdiendo la visión hasta que, cuando cumplió 15, la oscuridad fuera completa. Sin embargo, él es uno de los 1.123 alumnos de la Universidad de la República (Udelar) que, a pesar de tener alguna discapacidad física, estudia a nivel terciario. Son 1,3% del total.
En su morral lleva a la facultad de la Udelar un grabador con el que repasa las clases y, de vez en cuando, su computadora portátil donde saca apuntes. Gracias a Jaws, un programa informático, escucha dónde está ubicado el cursor para ir manejando el equipo. Otro software (FineReader) reconoce los caracteres y se los lee. Por eso baja los textos de Internet o digitaliza alguna fotocopia cuando es difícil acceder a ese material en la Red. Al menos es lo que hacía hasta el año pasado porque, por la polémica con las fotocopiadoras cercanas a la Facultad de Derecho, cerró el local al que enviaba los libros. Hay veces, incluso, que su padre lo ayuda a entender qué dice un contenido que no le quedó claro.
«En los primeros tiempos de facultad era muy común encontrar obstáculos en el camino», recuerda Mauro. Tachos de basura en la mitad del pasillo, carteles colgados del techo que llegaban a la altura de la cabeza y la falta de un ascensor para acceder al último piso en donde tiene las clases teóricas hacían necesaria la ayuda de algún compañero solidario para llegar sano y salvo a destino. Pero la realidad, dice, cambió.
Hubo reformas edilicias y ahora la biblioteca cuenta con una computadora que tiene instalado el programa especial para poder dar los exámenes, si es que algún profesor no le permite traer la suya personal. Por eso, dos o tres semanas antes de cada prueba, Mauro procura hablar con el docente y solicita el acceso al equipo.
«Una vez», cuenta, «la profesora se olvidó de solicitar la computadora y, previendo que eso pudiera ocurrir, traje la mía. Al llegar al salón constaté que, efectivamente, no estaba el equipo y la docente sorprendida dijo: No hay lugar para apoyar la PC, ¿cómo hacemos?. Mi padre, que justo me acompañó ese día hasta llegar a la clase, sacó la campera de la docente de una silla y dijo: Ahora sí hay lugar. Lo que falta, a veces, es voluntad».
Aunque no los conoce, Mauro tiene mucho en común con Rodrigo, Matías y Gonzalo. Los cuatro son jóvenes, talentosos, con futuro y que están estudiando para ser profesionales. Sin embargo, también los une el hecho de que se enfrentan al sistema educativo en desigualdad de condiciones con respecto a la mayoría: Mauro con su ceguera, Rodrigo y la sordera, Gonzalo tiene Síndrome de Asperger y Matías sufre paraplejia. A pesar de eso, ellos, como otros uruguayos, asisten todos los días a sus respectivas facultades, estudian en grupos de compañeros, rinden los exámenes y aspiran a títulos como cualquier estudiante más. Con más esfuerzo.
El coraje, sumado al respaldo familiar, le permitió a Mauro llegar hasta este nivel educativo y trabajar como administrativo en el Banco de Previsión Social, donde quiere ejercer la psicología una vez obtenido el título. Y por supuesto que el camino no le es fácil. De hecho, Mauro era un brillante alumno de Matemática, de esos que sacan las mejores calificaciones. Era capaz de pensar mentalmente los problemas que un profesor le planteaba y, en segundos, resolvía la consigna. Así fue hasta que llegó al Bachillerato Científico. Un profesor de Física no supo describirle unas gráficas, le dijo que sin mirar era imposible comprenderlas y que no entendía por qué seguía estudiando. Lejos de desanimarse empezó Humanístico y cuando el problema volvió a presentarse con algunas proyecciones, optó por sexto de Derecho. Y de ahí, a su actual carrera.
El mismo temple de acero tuvo cuando algún compañero de liceo lo hostigaba, no tanto por su ceguera sino por su rendimiento académico. Distinta es la vivencia en facultad. Al poco tiempo de haber empezado los cursos se le acercó Tania, una compañera, y lo invitó a formar un grupo de estudio. Ese equipo creció y hoy son catorce amigos que comparten desde casamientos hasta horas enteras repasando: unos leen en voz alta y Mauro aporta su conocimiento.
Es que Mauro se concentra tanto en la tarea que, por momentos, se olvida de que es ciego. «Como durante un tiempo de mi vida pude ver, me imagino las imágenes o armo mis propias interpretaciones de cómo son las personas que me rodean», dice sentado en el patio de la universidad.
¿Cómo hacés con la información visual que te perdés de una paciente?
Me puedo perder datos visuales, pero los obtengo de otra forma. Uno puede notar los nervios no solo en los movimientos, también en el habla, en los silencios. O, indirectamente puedo pedirle al paciente que se describa.
Lo que parece complejo, Mauro lo resuelve con esa sencillez. Y es así que entiende a la universidad como «un maravilloso ámbito para crecer, superarse y ser quien uno quiere ser».
ANIMADO. Rodrigo Couto (24) es un extranjero en su propia tierra. Es uruguayo, pero su sordera absoluta de nacimiento producto del Síndrome de Usher que padecen 3,5 personas cada 100 mil en el mundo hace que su idioma oficial sea el lenguaje de señas y que necesite de un intérprete para entender, a la perfección, lo que un profesor explica en la universidad. Aun así le quedan solo cinco materias para recibirse de licenciado en animación y videojuegos.
Parece paradójico, pero no lo es. Rodrigo es un fanático de la informática y el diseño desde los 14 años. Por eso, cuando notó que quería estudiar una carrera vinculada a la animación 3D en la Universidad ORT, consultó al coordinador si era viable cursar y luego ejercer la profesión en un área en la que el sonido es una pieza fundamental. Y la respuesta fue: «Se trata de un trabajo en equipo y un compañero oyente puede resolver los aspectos de sonido».
De hecho, hace un año Rodrigo publicó un video inaudible, como ejercicio de clase, reclamando subtítulos en los programas de televisión. En solo una semana fue compartido más de 8.000 veces a través de Facebook. Fue una demostración, dice, de lo que las personas sordas son capaces de hacer con el objetivo de que «la sociedad tome conciencia» de su existencia.
Es que dentro del sistema educativo la discapacidad auditiva es la más relegada. Solo el 0,3% estudia en la universidad. Y de las más de 320 personas que ingresaron desde 1996 a liceos públicos accesibles para sordos, solo 24 se graduaron. Sin darnos cuenta, dicen los especialistas, buena parte de la información que recibimos en la vida entra por el oído.
«Cuando ingresé a facultad no sabía que había reglas en los exámenes, nadie me lo había explicado», cuenta y admite que con el tiempo se fue acostumbrando. A la hora de escribir Rodrigo tiene cierta tolerancia. «Los profesores me han dicho que no hay problema alguno si algo no está bien escrito mientras se entienda el concepto», señala después de haber terminado su jornada laboral en Aula Virtual de UTE.
Cara a cara conversa con mayor facilidad y cuando un docente no le entiende opta por redactar en la computadora. Por eso, los trabajos prácticos le resultan más accesibles. Para las materias teóricas necesita de un intérprete cuesta unos 200 pesos la hora, en universidades públicas y UTU lo financia el Estado, salvo que intente leer los labios, algo realmente muy difícil. Los profesores, dice, no están acostumbrados a hablar siempre para el mismo lugar o bien se dan vuelta para anotar en el pizarrón y él se pierde la mitad del discurso. Para su suerte no se perdió el derecho de estudiar lo que realmente le gusta.
EL PARTIDO. Matías Verdugo (24) quería ser jugador de fútbol, pero está cursando el tercer año en Ingeniería en Sistemas. En 2004 le apareció un dolor en su espalda y no tuvo más remedio que operarse. Lo que jamás imaginó es que la intervención saldría mal y, desde entonces, no tendría control del tronco y las piernas.
Aun así su vida de estudiante parece la de un partido. Debe planificar cómo transportarse con, al menos, 24 horas de anticipación. Tiene que enfrentar a un rival que, en su caso, son los ascensores viejos que a veces se trancan, los estudiantes que encadenan sus bicicletas en la rampa de acceso a la facultad y los funcionarios que, sin tener matrícula para lisiados, estacionan sus autos en los espacios reservados.
Y además se prepara para, con su silla de ruedas, jugar en todas las canchas. Es que a veces tiene que trasladarse desde el edificio central de Julio Herrera y Reissig hasta el anexo. Es un trayecto que no supera una cuadra pero tiene, en el camino, piedras y una pronunciada pendiente. En bajada todo le es más fácil, aunque más de una vez volcó. En subida, el desafío le es sencillamente «imposible».
Pero Matías, que sale adelante a pesar de todo, cuenta con la ayuda de sus compañeros. Si lo ven en dificultades, lo asisten. Con algunos forjó una amistad, sale a bailar, estudia y comparte el infaltable mate. La única complicación, admite, es juntarse a preparar un trabajo a deshora o fuera de la facultad.
Suele movilizarse con la camioneta de la Comisión Nacional Honoraria de la Discapacidad. Cada tramo del viaje le cuesta 90 pesos. Y, aunque recibe una beca por méritos académicos debe salvar 60% de las materias que cursa, no le alcanza el dinero y debe administrarse bien los tiempos.Es que el vehículo funciona solo de lunes a viernes hasta las ocho de la noche. Además, lo debe solicitar el día anterior. Para colmo, por la puerta de la universidad no pasa ningún ómnibus accesible y la última opción que tiene, la del auto propio, es una utopía porque desde enero está a la espera de la autorización para la exoneración de impuestos que exige la ley. Y hasta ahora no obtuvo respuesta.
El 1,9% de los estudiantes de la Universidad de la República tiene discapacidad motriz severa. Los principales problemas para esta población, explica el psicólogo Sergio Meresman, son las condiciones edilicias (que están cambiando, aclara) y la falta de educación que permita modificar ciertas actitudes involuntarias.
«No estoy reclamando preferencia, estoy pidiendo igualdad», dice Matías en referencia a que no ha tenido obstáculo alguno para conversar con el decano, pedir el cambio de salón para algún parcial o la tolerancia de llegar tarde porque el ascensor estaba fuera de funcionamiento. Y, de apoco, los cambios aparecen. De hecho, ya ha tenido ofertas laborales por ahora solo da clases particulares de Matemática y Física y estima que, para cuando se reciba, esos lugares en lo que trabajará serán accesibles. Eso sí sería un golazo.
COMUNICACIÓN. Cuando Gonzalo Scrigna (24) decidió estudiar periodismo deportivo, por sugerencia de su psiquiatría, el primer sorprendido fue su entorno. No es que no haya mostrado conocimientos e interés por los deportes. Al contrario, tiene una facilidad para recordar fechas de campeonatos y hechos épicos, además de poder analizar el juego, que bien puede ser envidia de los grandes comentaristas. Pero tiene Síndrome de Asperger, una condición que forma parte del espectro autista y que, justamente, se manifiesta con problemas para la comunicación e interacción social.
En Uruguay no hay cifras exactas sobre cuántas personas presenta esta problemática. En el mundo se estima que el 1% de las personas tiene autismo y, de ellos, uno de cada cinco puede tener Asperger. Gonzalo no reniega su condición y aunque no pasea por los pasillos del Instituto Profesional de Enseñanza Periodística (IPEP) con un cartel que explique su síndrome, tampoco lo oculta.
Para quien no lo conoce es difícil que a simple vista note alguna diferencia con el resto, salvo porque habla en forma particulary demasiado rápido y, rara vez, conversa solo o dibuja con el dedo en el aire. Desde los 17 años es consciente de lo que tiene, su madre se lo explicó, aunque recuerda que acude a equipos de salud mental desde los 5 años, cuando fue diagnosticado. Fue justamente su madre, Isabel, a quien le llamó la atención la dificultad de su hijo para jugar a las escondidas o hacer una cola en el tobogán para esperar su turno.
No es su caso, pero el diagnóstico tardío es una de las principales explicaciones del bajo porcentaje de personas con autismo que alcanzan la universidad, explica su psicólogo Fabricio Gómez, quien acompañó a Gonzalo en los primeros días de adaptación al curso el año pasado.
«Necesitaba esa seguridad y saber que si me ponía muy nervioso ante algo nuevo podía recurrir a su ayuda», cuenta Gonzalo con la soltura de un profesional de la comunicación. Luego pasó a desenvolverse completamente solo, va caminando desde su trabajo en una tienda de artículos para turistas y regresa a casa en ómnibus.
A diferencia del liceo, donde tenía tolerancia en los tiempos de las pruebas y el nivel de algunos trabajos, en el IPEP es uno más. Así se lo hacen saber sus profesores y sus compañeros de clase, con los que tiene buena relación. Y, por ahora, su desempeño es «excelente», comenta el psicólogo.
Distinta fue su realidad en los talleres Don Bosco, cuando intentó estudiar informática ni bien egresó del colegio Clara Jackson. «Los compañeros me hacían la vida imposible, me incitaban a que probara el cigarrillo, era horrible», recuerda.
A las personas con Asperger muchas veces se las tilda de genios. Gonzalo no cree que su intelecto sea superior a la media. Sí reconoce que cuando algo lo apasiona se vuelca de lleno a la tarea. Es lo que le sucede con el periodismo deportivo y con las prácticas del programa Básquetbol para Todos en el Defensor Sporting donde juega con la ventaja de medir 1,95 metros.
¿Cuál será su futuro? La salida laboral no es algo que, a priori, le preocupe. Prefiere no cargarse esa mochila y focalizar todo el esfuerzo en el estudio. Eso sí: tiene pendiente entrevistar a Antonio Pacheco. Y, a la vista de su actitud, lo conseguirá.
Un camino que se hace cuesta arriba
Más del 16% de los uruguayos tiene una discapacidad permanente para ver, oír o caminar. Sin embargo, en el ámbito educativo «las personas con discapacidad quedan en el camino, mucho antes de la universidad», dice el psicólogo Sergio Meresman, coordinador del Instituto Interamericano sobre Discapacidad y Desarrollo Inclusivo. «De hecho la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) no tiene previsto un área en Secundaria que se dedique a ellos». Tal es así que solo 1,3% del alumnado de la Universidad de la República manifiesta tener algún tipo de discapacidad. ¿Por qué algunos llegan y otros no? «El apoyo familiar es decisivo», señala el psicólogo. «Todo depende del horizonte que los padres se animan a ponerle a sus hijos». Lo otro es la resiliencia de las propias personas con discapacidad, que es la capacidad de sobreponerse a las adversidades. Y, por último, influye el sistema. «La propuesta universitaria», dice Meresman, «no es personalizada y no se adapta bien a cada persona concreta».
Pablo Pineda
El primer egresado con down
Atiende a Domingo desde su casa de veraneo en Alicante, aunque el resto del año vive en Málaga, España. Habla con acento cerrado, mezcla del castellano con el valenciano, el italiano que maneja con soltura, el inglés y su propia condición. Es la primera persona europea con Síndrome de Down que terminó la universidad. Pablo Pineda (40) se graduó de magisterio y psicopedagogía, publicó un libro, filmó una película por la que ganó el premio de San Sebastián a Mejor Actor y una calle de su ciudad lleva su nombre. No en vano lo que más llama la atención de su voz es la alegría, más allá de las adversidades.
«Los chicos con Síndrome de Down son personas torpes, repetitivas y que les gusta la música». Esa era la definición en el libro de Psicología Evolutiva que estudió en la universidad. Años antes, en el liceo, «mongólico» y «retardado» era lo más suave que le decían sus compañeros, en referencia a su discapacidad intelectual fruto de una alteración genética, por la duplicación del cromosoma 21. Pero «flaco favor les hacía si dejaba caer la toalla», reflexiona sobre su capacidad de resiliencia. «Soy una persona muy decidida y si bien el Síndrome de Down hace que haya dificultades en el mecanismo de aprendizaje, lo único que necesitamos es más tiempo y tranquilidad para asimilar los conceptos», dice.
Tal es así que todos los días se establecía una rutina los trabajos sistemáticos «le sientan bien», cuenta y pasaba unas cinco horas leyendo los materiales; siempre en voz alta y con lapicera en mano. Esa fue su estrategia para lograr lo que anhelaba desde pequeño: «Volcar los conocimientos a los niños».
Antes de pensar en ser maestro una idea que meditó junto al catedrático de la universidad pública de Málaga donde se graduó quiso ser abogado e incluso periodista. Y siempre con el objetivo claro de ayudar a la inclusión de personas con discapacidad. De hecho, hoy es consultor de la Fundación Adecco para la inserción laboral de personas con dificultades físicas o intelectuales. Y concluye desde el otro lado del Atlántico con un mensaje para quienes están en la situación que él ya vivió: «Luchen, no se acomplejen nunca, no se comparen con nadie y sigan pidiendo a gritos los derechos que tienen como ciudadanos».
El paradigmático caso de Temple Grandin y los animales
Hasta los cuatro años Temple Grandin (67) no habló. Le diagnosticaron daño cerebral y bastante tiempo después notaron que era autista. Rechazaba los abrazos hasta que descubrió una máquina que tenía su tío ganadero para calmar a los animales. Eran dos palancas metálicas que generaban presión a ambos lados de las vacas y las desestresaban. Ese fue el comienzo para idear su carrera. Es doctorada en Ciencia Animal y profesora en la Universidad de Colorado, Estados Unidos. Así relata su experiencia a Domingo:
¿Cómo logró ingresar a la universidad?
Se hizo un arreglo con el decano para dejarme ingresar bajo la condición de que obtendría buenas calificaciones. Luego de entrar, tuve que probarme a mí misma y obtuve buenas notas.
¿Recibió ayuda de sus profesores y compañeros de clase?
Los profesores me han ayudado mucho. El amable profesor de matemática Mr. Dion me tutoreó y colaboraba fuera de hora. Recibí su ayuda antes de que tuviera alguna mala calificación. Algunos estudiantes no me han ayudado tanto, sin embargo hice buenos amigos.
¿Fue acompañada?
No, fui sola. Me permitieron quedarme a dormir en un dormitorio doble, en vez de estar con tres chicas en una habitación, como era lo normal. De lo contrario me hubiera sido imposible estudiar y descansar.
¿El autismo colaboró en su estudio?
Me ayudó en mi trabajo con animales, porque ellos son pensadores visuales, como yo (crean secuencias de imágenes). Pero siendo una mujer en un ambiente de hombres en la década del ´70 fue difícil. Trabajé duro para demostrarles a las personas que era inteligente y no estúpida.
Del braille a la magia de la pc
Cada vez que Mauro Sghezzi quiere acceder al texto de uno de los teóricos de la Psicología, baja el material de Internet o digitaliza el libro y lo escucha con un programa informático. Así ahorra tiempo y dinero frente al braille.
http://www.elpais.com.uy/domingo/universidad-discapacidad.html
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