REMATE RURAL: EN LA VEJEZ, LOS POBLADORES VENDEN TODO PARA EMIGRAR A LA CIUDAD
Cuando las fuerzas comienzan a flaquear o la salud se complica, la gente que vivió toda su vida en el campo toma una decisión drástica: remata todas sus pertenencias y se va a la ciudad. Se trata de uno de los ritos sociales más tristes del mundo rural.
En el momento preciso en que comienza el remate se genera un conjunto de emociones que vinculan a los vecinos de la zona. Lloran los más viejos al ver a sus pocos vecinos que se van para la ciudad y rematan sus pertenencias, dejando sus ranchos tumbados, sabedores que eso se transformará en nada, en un campo forestado o en alguna chacra de arroz o soja.
Allí quedará una tapera con toda una historia de vida de varias generaciones. Trabajo, satisfacciones, esperanza, sufrimientos y alegrías de familias enteras que vivieron en ese lugar.
Es que el gesto de dejar la querencia para encontrar un lugar en la ciudad golpea cada vez más fuerte en los rincones más profundos de la campaña uruguaya. Cada vez es más frecuente ver cómo se mantiene viva una antigua tradición de realizar remates de bienes en las comunidades rurales apartadas de los centros poblados.
Antiguamente los remates se hacían para renovar el mobiliario de una casa de campo o para deshacerse de cosas que ya no servían y que a otro vecino le podían ser de utilidad.
Sin embargo, ahora los remates, en su mayoría, son por ausencias definitivas del lugar con liquidación total de propiedades, según explicaron algunos vecinos de la campaña de Cerro Largo. Desde hace décadas es usual promocionar los remates en las radios y diarios locales, y también de boca en boca.
Reunión social.
Si bien los rostros de los vecinos reflejan tristeza porque esa familia remata todo y emigra hacia la ciudad, al mismo tiempo aparecen entre el público aquellos que creen que es una fiesta del pago y lo toman como una reunión de vecinos y amigos.
Asimismo, se puede ver la presencia de quienes, sin conocer a la familia, llegan desde la ciudad a aprovechar alguna oferta de antigüedades.
Ya son pocos los que van a caballo, muchos lo hacen en moto y los pequeños productores o empleados de algunas estancias van en sus autos.
«Nos vamos de la zona, mi esposo está muy enfermo, ya tiene 70 años y no podemos vivir más aquí, solos y lejos de todo», dijo Beatriz Pacheco, una mujer de 66 años.
Con lágrimas en los ojos le comentaba, a una vecina que fue al remate exclusivamente a saludarla, que «nos vamos con mucho dolor. Es triste dejar la zona donde nací y tener que vender todo para irnos a la ciudad» expresó.
En esa casa de Sarandí de Barceló, la mujer se crió junto a sus hermanos, luego se casó y después de que su padre falleció, heredó la propiedad.
«Es toda una vida aquí y además hay afecto por los vecinos, pero debemos irnos», lamentó.
Indicó que las comodidades que ofrece la ciudad, «como agua potable con solo abrir un grifo», farmacias, carnicerías, panadería, todo cerca, y el médico a mano -necesidades básicas que no existen en el campo-, la movieron a emigrar.
Mientras estas conversaciones se escichan en la casa donde están los dueños de todo lo que se liquida, en el otro extremo del establecimiento se escucha la voz del rematador que, subido a un casillero, busca la mejor oferta.
Dentro de otro galpón, en tanto, se entonan cantos y guitarreadas. Hay cantina y asados debajo de los árboles que les dan sombra a las familias que van a pasar el día.
Exhibición.
Se puede ver gente alrededor del casco del establecimiento, afuera de los galpones y de la casa, mirando y probando lo que está en exhibición, todo lo que esa familia tenía y que ahora lo quiere vender para no llevarse nada a la ciudad.
Los compradores miran al detalle las radios antiguas, juegos de dormitorios, utensilios de cocina, heladeras que funcionan a supergás, carros, aperos de montar a caballo, barriles, jaulas, ruedas, mesas, sillas y arados.
Muchas de las mercaderías que allí se rematan quedan en la misma zona, porque el vecino que aún permanece en el campo las adquiere y las vuelve a usar.
Sin embargo, los habitantes de las ciudades acuden cada vez más a los remates en el medio rural para poder comprar antigüedades a bajos precios. «Yo compré una mesa de mármol a 250 pesos», dijo un riobranquense que se acercó a la subasta.
Salen a la venta cosas muy valiosas en otros mercados, que los pobladores deshechan sin darle valor. Los antiguos roperos, las radios Lyon a lámpara, los espejos y autos antiguos son la atracción de los compradores de la ciudad.
Los habitantes de la zona se inclinan por comprar las tazas, los cubiertos y el resto de la vajilla «que liquidan los vecinos y eso es un recuerdo de ellos que se van», señaló Dinorah, una mujer que pagó $ 100 por seis tazas y seis platillos de cerámica.
Los objetos que se ponen en oferta comienzan con una base de $ 50 a $ 1.000, dependiendo del valor. Algunos se subastan en esa base, otros obtienen valores que son irreales en el mercado; todo de acuerdo con la necesidad de los paisanos.
Solo 5,34% de la población vive en el campo
En las últimas décadas, el fenómeno de la migración del campo a la ciudad ha sido recurrente a nivel mundial y Uruguay no es la excepción. Según cifras del Instituto de Estadística (INE), en el ámbito rural residen 175.613 personas que representan el 5,34% del total del país. De acuerdo a esa misma fuente, residen en Montevideo 17.526 personas nacidas en Cerro Largo.
La gente se desplaza para estar más cerca de los servicios, pero no es el único motivo. La falta de población lleva a «la escasez de alimentos, y en particular de vegetales, porque antes se plantaba y ahora ya no se ven las chacras; la mayor parte de quienes aún viven en el campo son personas de la tercera edad que ya no pueden trabajar la tierra», reflexionó Aldeliz Téliz, vecino de Sarandí de Barceló.
Téliz ha dedicado más de 30 años de su vida a las tareas del campo y es uno de los pocos que va quedando en la zona. Contó que hasta el único comercio de Sarandí de Barceló «está en ruinas».
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